dc.description.abstract | La ciudad, como entramado de historias siempre me ha parecido fascinante, justamente porque están sucediendo muchas cosas al mismo tiempo. Me atraen sus elementos visuales, sus ritmos acelerados, sus conflictos de la vida diaria, sus procesos. Me atrae, sobre todo, pensar en las personas. Como antropóloga, me gusta saber lo que pasa a mi alrededor, así que me gusta caminarla, porque me siento más cercana a las historias. De todas las historias que se pueden apreciar, el graffiti ejerce sobre mí mayor interés. En un principio eran sus colores, sus formas y su espontaneidad, nunca se sabe cuándo va a aparecer un graffiti en tu camino. Aparecen en los lugares más insospechados. Sólo una vez he sido víctima del graffiti, apareció en el portón eléctrico de la casa en la que vivimos mi familia y yo alguna vez. Estaba muy cerca de la Calle Italia, una vía que las personas del lugar siempre advertían como “de cuidado.” Tan de cuidado era que, una vez, desde la esquina de esa calle, que era próxima a la nuestra, escuchamos gritos aterrados. Nos asomamos a la ventana y nos dimos cuenta de que, de un coche, salían unos tipos que querían subir a la fuerza a una chica. La chica se resistía y ellos la jaloneaban de la ropa y del cabello. Al final, los agresores desistieron porque los vecinos empezamos a gritar para que la dejaran y llamamos a la policía. Los hombres se fueron asustados, dejando a la chica, asustada y lastimada, y a nosotros en una atmósfera de tensión y un poco de pánico.
Esa era la reputación de la Calle Italia, la cual me gustaba porque estaba saturada con graffiti. Sin embargo, la experiencia que acabo de relatar y la mañana en la que apareció un rayón rojo en nuestra puerta, bastaron para curarme las ganas de pasar por ahí. En ese entonces se decía que los ladrones utilizaban el graffiti para dejarse señas en las puertas de las casas, que eran parte de un código para dar santo y seña de las personas que vivían allí, por lo que, cuando apareció la marca roja, que luego sabría que se llama tag, en la puerta, la familia entró en pánico.
A diferencia del rayón rojo, el graffiti de la calle Italia era más elaborado, y muy impresionante, sin embargo, los vecinos no paraban de decir que, aun así, no era un buen lugar. Eventualmente, por hechos no tan aislados a lo anterior, cambiamos de casa. En verdad, no era un buen lugar: además del graffiti había cerca un Men’s Club que, incluso, contrató a algunos graffiteros para pintar su fachada emulando las calles de los barrios de Nueva York. Los borrachos y los graffiteros estaban a la orden del día, y nos producía un ambiente tenso, cargado de inseguridad. No que la inseguridad fuera la norma, simplemente no nos sentíamos seguros. No nos sorprendió, una vez que ya habíamos cambiado de casa, enterarnos que justo en la entrada del Men’s Club, habían asesinado al dueño. Como decían las personas, “no era un buen lugar.”
Años después, ya en la universidad, surgió la oportunidad de trabajar con graffiteros en dos proyectos distintos. El primero, fue como parte de una investigación antropológica a manera de prácticas escolares. El segundo, implicó un trabajo remunerado, en un proyecto del Departamento de Prevención del Delito en el Municipio de San Andrés Cholula. Las recomendaciones de mi mamá iban en la tónica del “cuídate mucho,” “puede ser peligroso,” “debes estar siempre atenta.” En este entonces me parecía emocionante trabajar con graffiteros, ya que suponía entrar a un mundo bastante atractivo para mí, un mundo de peligro y de emoción, en el cuál, las reglas existen para romperse, y donde la vida se vive al límite.
Este mundo, por otro lado, también se me presentaba peligroso y confuso, porque suponía estar cerca de todo lo alejado de lo que la sociedad marca como correcto: drogas, violencia, pandillerismo, todo muy alejado de mi propio mundo, o por lo menos esa era mi impresión como practicante de la licenciatura en Antropología Cultural. El primer proyecto se vio truncado luego de que el barrio bravo y la amenaza de violencia se materializara frente a mí en la forma de un robo a unas personas que caminaban a sólo unos pasos frente a mí. Aunque yo no fui la asaltada, no quería esperar a serlo, así que decidí abortar la misión, no sin culpa, y pensando que mi prejuicio y mi miedo “habían podido más que la ciencia”, por lo que, cuando mis compañeros me contactaron para trabajar en el proyecto que buscaba terminar con el pandillerismo de la zona a partir de actividades culturales, donde querían sumar a una antropóloga “con experiencia” en el tema, lo pensé poco y me sumé.
Mi supuesta experiencia en el tema se resumía a algunos acercamientos y pláticas informales con los chicos de San Antonio, y detonaba, eso sí, muchas dudas respecto a lo que podríamos considerar un pandillero. En este punto, ya estaba convencida de que el uso del término pandillero era sumamente despectivo e ignoraba el contexto de las personas que hacían graffiti. Para mí, eran personas nacidas y crecidas de la periferia, con oportunidades limitadas y que, si bien, no eran malas, sí eran producto de estas limitaciones sociales. Por otro lado, yo nunca había percibido el graffiti como un problema en San Andrés Cholula. Para mis compañeros y para mí era imperativo que antes de trabajar en una propuesta de actividades culturales realizáramos un diagnóstico respecto a qué actividades ya existían y qué pensaba la gente de los graffiteros. También era importante contactar con los graffiteros para poder ofrecer las actividades que los capacitarían y les darían opciones, si es que las necesitaban. El contacto con los sujetos del estudio se dio hasta el final de nuestra participación con ayuntamiento y no fue tan grandioso como se podría haber esperado, pero aprendimos mucho sobre cómo se les percibe en la zona.
Existían dos opiniones encontradas. Una de esas opiniones decía que eran vagos, lacras sin oficio ni beneficio, que se reunían a tomar y a molestar a la gente, que no tenían ningún respeto por nada y que iban a rayar las casas de sus enemigos y la escuela porque eran los lugares que les representaban aversión. La otra opinión decía que eran chicos a los que se les negaban las oportunidades y que, no habiendo caminos, caían en malos pasos. Como práctica, el graffiti estaba considerado como algo que no se debe hacer. Algo más interesante fue escuchar a la gente hablar de los jóvenes, concepto que siempre surgía en las conversaciones que teníamos con las personas, porque las opiniones eran muy similares a las escuchadas sobre los graffiteros. En ambos casos se decía que las malas mañas venían del centro de San Andrés, que en las colonias donde entrevistábamos, sólo había buenas personas. En realidad, me parece que a nadie le gusta verse en el reflejo del espejo y encontrarse un granito en la nariz, es por eso por lo que optamos por buscar los granitos en las narices de los demás. De esta manera, era más sencillo asumir que el problema venía de otro lugar.
Respecto a lo que veíamos, había mucho abandono en algunas colonias, mujeres con niños pequeños tenían que caminar con miedo de que alguien pudiera hacerles algo en los lugares más abandonados que, por cierto, estaban muy graffiteados. Es la misma sensación que yo tenía cada vez que caminaba sola en un lugar así, por lo que no las culpo. Me parecía interesante la idea de pensar en territorios hostiles y que siempre, esos territorios tengan graffiti en las paredes. Sin embargo, estas mujeres no temían a los graffiteros, sabían que ellos “no hacían nada.” Tenían más miedo a los policías, porque ellos eran los que “vacilaban a las muchachas” y andaban en asuntos turbios. Pero el graffiti como elemento espacial está relacionado al abandono, y el abandono está asociado a los asuntos turbios, porque podría presentar una especie de zona gris, zona en la que todo está permitido, porque no está a la vista, cosa que, al parecer, la policía aprovechaba para sus propios fines. Más interesante me parece ahora, viéndolo a cierta distancia temporal que, ese dúo, graffitero-policía cause tanto pánico en las sociedades por los mismos motivos: la sensación de que nos pueden hacer algo malo, la sensación de inseguridad.
La aventura terminó cuando nos descubrimos como espías del departamento de Prevención del Delito de San Andrés Cholula. Las personas a cargo del proyecto no querían mejorar la comunidad, querían bajar los fondos y palomear indicadores deteniendo a los pandilleros localizándolos a través de nosotros. Sobra decir que, en cuanto nos enteramos de esto, decidimos renunciar sin entregar nombres ni documentos que comprometieran la seguridad de nuestros contactos en la comunidad. Una reflexión quedó de todo esto, habíamos sido chamaqueados. Nuestra condición de jóvenes, estudiantes dandis de la UDLAP, creíamos en ese momento, nos había dotado de una cierta imagen ante los ojos de nuestros empleadores. Creyeron que probablemente no nos importaría, y que probablemente ni siquiera nos daríamos cuenta. Por otro lado, y de eso sí teníamos certeza, por algunos comentarios que llegamos a escuchar fue que, como jóvenes sin experiencia, tampoco esperaban que hiciéramos algo al respecto.
En realidad, no podíamos hacer nada en contra de estas personas, o no se nos ocurría qué hacer, o no quisimos. Sin embargo, tomó muchos meses salir del embotamiento y del coraje. Mi miedo, en ese momento, se convirtió en coraje. Me comparé con los llamados graffiteros y la manera en la que su vida estaría rebasada de situaciones como la que acabábamos de vivir, víctimas del chamaqueo por lo que aparentaban ser. Por el momento, mi historia con el graffiti llegaba a su fin, y me interesaba más por los jóvenes y sus luchas cotidianas. Si había algo que nos unía a los graffiteros y a mí, pensaba, es que compartíamos nuestra condición de jóvenes y que, más allá de los sectores ociales, día con día éramos víctimas del chamaqueo. En 2012 los jóvenes alzaron la voz en el movimiento Yo Soy 132, graffiteros y no graffiteros por igual buscaron hacerse escuchar. Luego de eso, los jóvenes dejaron de ser actores políticos por un tiempo, para ser sujetos de estudio. Aunque en la academia había muchos estudios sobre jóvenes, en la práctica los jóvenes seguíamos sin ser tomados en serio.
Aunque por mucho tiempo mi interés principal fue entender los procesos de los jóvenes y, de hecho, mi primer intento de proyecto buscaba entender a los graffiteros como una identidad juvenil, este concepto, junto con algunos otros, tuvieron que ser redefinidos. De esta manera, cambié el concepto de identidades juveniles por el de subjetividades, como cambié la idea del barrio por la idea de los espacios públicos urbanos. Sobre todo, cambié completamente mi manera de entender al graffitero y al graffiti. El trayecto de este trabajo me llevó a cambiar el término de graffitero por pintante, y en lugar de graffiti, el de expresiones gráficas urbanas. Estos cambios en la terminología representan un grado de complejidad más profunda respecto al entendimiento de los sujetos pintantes y sus prácticas, las expresiones gráficas urbanas.
Este proyecto de investigación presenta la historia de cómo deseché mis primeras propuestas y me incliné por entender a los sujetos que pintan en los espacios urbanos desde los significados que atribuyen a ser pintantes, el pintar, el dónde y cómo pintan, explicado desde sus narrativas, o sea, según cómo se construyen como sujetos desde su práctica, cómo practican el espacio, y los procesos detonados por estas prácticas, construyéndose como sujetos colectivos, pero también desde su experiencia individual. Como explicaré más adelante, construí la categoría de pintante como respuesta a mi necesidad de considerar distintas autodenominaciones que los sujetos a los que entrevisté utilizaban y que, me pareció, los podía homologar, si bien, no en historias, a partir de una práctica compartida: pintar. | es_MX |